Érase una vez una urbanización en la que convivían personajes de diversa procedencia, pero con poder adquisitivo más que considerable. En cierta zona del lugar coexistían dos chalets, de muy parecidas proporciones y diseño, pues las había firmado el mismo arquitecto estrella.
Los dos dueños eran muy celosos de su seguridad, no en vano guardaban muchos objetos, de valor sentimental y objetivo, pero tenían modos completamente distintos de protegerse. El primero de ellos no creía en los seguros y, a pesar de su fortuna, se negaba a incurrir en un gasto que consideraba innecesario.
Pero su mansión contaba con una alarma sofisticada de sensores térmicos y de movimiento, control de accesos mediante las más avanzadas técnicas de biometría, una alambrada electrificada, tres torretas de vigilancia con personal paramilitar entrenado en cuerpos de élite, que contaban con gafas de visión nocturna, fusiles semiautomáticos y lanzagranadas. Además un grupo de seis perros mutantes de dos cabezas patrullaba el jardín, y un profundo foso de agua con cocodrilos hambrientos rodeaba el perímetro exterior.
El segundo vecino, tan rico como el primero, no tenía ninguna de esas medidas de seguridad, pero había suscrito una póliza de hogar detallada y extensa que le protegía de cualquier eventualidad.
Los cacos saben que cuantas más medidas de seguridad se instalan más valioso es lo que se está protegiendo, y por eso prefieren atacar viviendas fuertemente protegidas y llevarse el Premio Gordo. No hay sistema que no pueda ser vulnerado.
La tecnología se vence con más tecnología, los perros pueden ser envenenados, los cocodrilos disecados y convertidos en bolsos de lujo, el personal paramilitar puede ser sobornado, las alarmas hackeadas y las descargas eléctricas, desactivadas. Una banda de cacos listos saben que donde han de robar es el chalet blindado, el otro ni siquiera les llamará la atención.
¡Y, además, sale mucho más barato! Sobre todo si nos ahorramos los perros mutantes de dos cabezas y los cocodrilos… Lo más seguro es un seguro.